
El sol golpeaba fuerte en el Parque Centenario cuando lo inesperado: una serpiente sagrada que representaba al infinito se apareció ante mí. Le convidé una galletita de agua que dejó a medio comer. Comenzó a deslizarse por el termo del mate y se enroscó en mi bicicleta. La recorrió desde la rueda delantera hasta la trasera, tanteó los frenos y hasta se manchó de grasa con la cadena. En un momento se posó en posición de ataque, firme frente mis ojos. Me mostró sus dos dientes. En cuanto se disponía a clavarme las paletas, llevó sus dedos hacia la boca e hizo el típico sonido de
“bapu, bapu” y, vestido con un jardinerito relleno por el pañal, corrió a los brazos de su madre.
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