viernes, 31 de julio de 2009

Treinta millones ochocientos ochenta y seis mil cuarenta y cinco


Era un viernes a la noche de verano. Más precisamente no me acuerdo que mes, verano era seguro. Era una de esas noches en las que no tenía ganas de salir, pero tampoco de quedarme en casa. Decidí entonces mediante este cuadrado que usted está mirando ahora, y a través del MSN, contactarme con el vecino para compartir una cerveza que tenía en la heladera. Generalmente nos cruzamos por la terraza, pero ese día decidimos salir a la calle. Al fin y al cabo, era una noche de verano, y el verano llama a salir.
Ya eran las 12 y para no molestar a nuestros padres ni a los demás vecinos, fuimos a beber la Brahma a la vuelta de casa, en la puerta de un depósito. Mientras bebíamos hablábamos de los problemas del mundo, de lo alienables que son los trabajos, de pensadores históricos, cine y debatíamos cosas más pequeñas como si el flan se come con crema o con dulce de leche. En eso nos dimos cuenta –nosotros, que vivimos hace mucho en el barrio- que había unos lindos chalets en el que se habían instalado unos nuevos vecinos.
Meta charla, meta charla, la cerveza se evaporó y nos debatíamos entre si caminábamos o no 6 cuadras para ir en busca de una no muy rica Schneider para seguir conversando. Mientras tratábamos de romper esa dicotomía, vimos uno de esos autos azules con luces giratorias en el techo que se acercaba muy lentamente hacia nosotros. Cuando estaba bastante cerca, las luces se intensificaron y apuntaron hacia nosotros, otro auto de esos dobló por la calle pero en sentido contrario. En fin nos encerraron tipo operativo cerrojo.
Nos tuvimos que tapar las caras porque la luz del primer patrullero nos encandilaba. De ese mismo coche, el conductor llevaba algo en la mano. Sí, sí. Era su 9 mm "reglamentaria". Se ve que el hombre tenía ganas de usarla.
Y se produjo la siguiente secuencia:

Yo - Eeeeeh! ¿Qué hacés? ¿Estás loco? ¿Cómo vas a bajar con el arma en la mano?
Policía 1 – Y… yo no te conozco. Yo que sé quien sos.
Yo – ¿Yo? Yo vivo en este barrio hace 15 años. ¿Y vos? ¿A vos quién te conoce? Hablás como si fueras del barrio. ¿Dónde vivís?
Policía 1 – Eso no te importa. A mí me llamaron y vine.
Yo – Te puede haber llamado cualquier pelotudo, pero no podés bajar con el arma en la mano. ¿Te dijeron que hubo un asesinato o un robo a mano armada? ¿Mirá si te escapa un tiro?
Policía 1 – Yo sé lo que hago, no se me va a escapar nada.
Yo – No sería la primera vez ni la última…
Policía 1 – No te hagas el vivo nene porque…
Yo – Proceda no más- le dije interrumpiéndolo.

Mientras el patrullero que llegó de contramano se iba, los del primero hicieron el control correspondiente. Nos revisaron los bolsillos, nos palparon y revisaron alrededor del lugar. Como no teníamos los documentos, nos pidieron los números del DNI para pasarlos a la central y averiguar antecedentes. El policía 2 era el que anotaba. El vecino lo hizo diciendo número por número. Presentía la ignorancia de ellos, sobre todo del policía 1. Y entonces llegó mi turno.

Policía 2 – Decime tu número.
Yo – Treinta millones ochocientos ochenta y seis mil cuarenta y cinco.

El policía 2 anotaba pero, al escuchar el número entero, de la cara del policía 1 se borró su socarrona sonrisa. Miraba hacia otro lado tratando de encontrar algo, hasta que no pudo más.

Policía 1 – ¿Cómo dijiste?
Yo – Treinta millones ochocientos ochenta y seis mil cuarenta y cinco.

Al ver que seguía sin dar con los números, su compañero salió a salvar el honor de la vergüenza de la fuerza represiva.


Policía 2 – Cero cuarenta y cinco- dijo mirándolo con ganas de que se callara.

Luego de que vieran que éramos “inocentes”, nos dejaron ir a nuestras casas. Conjeturamos que llamaron esos nuevos vecinos que se piensan que están en un country. Al llegar a mi casa estaba mi hermanito. Le pedí que trate de escribir en números “treinta millones ochocientos ochenta y seis mil cuarenta y cinco”. Al principio puso 30.886.45, luego se dio cuenta y lo escribió bien (30.886.045). Mi hermanito tiene 8 años, tercer grado

Por lo menos el policía 2 había terminado el primario o, a lo sumo, tercer grado…

viernes, 24 de julio de 2009

Un mundo mejor junto a ella. Ella, mi único héroe en este lío...


- ¿Qué te pasa Adri? ¿Se te ve triste? – me preguntan.
- ¿Se nota mucho?
- Vos sos una persona alegre. Cuando te pasa algo se te nota enseguida. Estás triste.

Es algo que no puedo ocultar. Los topes de tristeza son siempre por los mismos motivos. Primero que no me gusta este momento histórico de la humanidad, al que considero injusto y en el que mucha gente padece el hambre y despojo, y donde muchos trabajan para sobrevivir. Y no es culpa sólo de los políticos, todos lo somos. Esta es una angustia permanente. El otro motivo que siempre me pone triste, aún más que por este mundo de mierda, es cuando ando mal con mi amor. Con ella, con la que crecí y con la que me gustaría envejecer y tener una casita lejos de la locura de la ciudad. Es por ella que ahora estoy muy triste.
Fueron dos factores complementarios los que ayudaron al cambio de mis hábitos y sentimientos: empezar a estudiar y conocerla a ella. Fue la primera vez que me entregué por completo a una mujer, las primeras veces que comencé a descubrir que tenía una vocación, que me gustaba lo que estudiaba, que me gustaba como nos amábamos, las primeras veces que empecé a sentir que podía hacer algo por mí, por alguien y por la sociedad.
¿Y qué hacer? ¿Pensar y militar por un mundo mejor? ¿O adaptarse a esto que me toca vivir? (con todo lo que ello implica) ¿Amar a una mujer por sobre todas las cosas y construir el sueño de una familia? ¿O amarlos como amo ese “mundo mejor” que imagino en mi cabeza y que quiero ayudar a construir? ¡Cómo me cuesta el punto medio! Y ese parece ser el quid de la cuestión para salir aireoso de esta dicotomía.
No parecen cosas que sean irrealizables, pero esta cabeza… La cabeza… La cabeza no para. No para. A veces tengo ganas de arrancármela de tanto que maquina. No tendríamos que tener cabeza, sino sólo corazón. No hay momento estable en esta maldita cabeza en que esos sentimientos tan gratos (el amor a una mujer y la idea de un mundo mejor) no se crucen y entren en conflicto. No porque no sean compatibles, pero siento que cuando le pongo más huevo a una cosa, descuido la otra. Cuando cuido a la persona que más amo, pienso que no le presto demasiada atención a mi visión del mundo.
Por momentos creo que la reproducción es algo natural en el ser humano, y por eso tengo miedo de convertirme en un eslabón más de esta máquina. Pero otras, siento que ante el más mínimo peligro de que termine mi historia de amor con ella, ni el bien del mundo, ni un campeonato de All Boys en Primera, ni el cese del dominio del hombre por hombre podrían aliviar mi tristeza. En fin, es el término medio el que me cuesta.
Hoy por hoy estamos juntos, pero hay cosas que ya no se soportan más. Ella no aguanta que no tengamos un proyecto futuro juntos. Y yo no soporto no poder hacerlo sin que mis ideales lo entorpezcan.
Deberíamos pensar menos y entregarnos más.
Ella ya no sé si puede imaginarse una vida junto a mí. Es una mierda, pero es real. Y es tan noble que no puede ocultármelo. Me pide hasta perdón por decirme la verdad. Y no es que no me ame, eso dice, sino que está en peligro su mayor sueño: el de una familia que nunca tuvo. Hija única su madre, hija única ella, su padre, un burgués que no sabe lo que es el amor, la abandonó a los 5 y volvió hacerlo hace unos meses después de que ella lo encontrase. Su madre la crió sola y le dio los medios para que ella hoy sea médica. Le dio los medios pero no mucho cariño y afecto, según ella. Hay veces que no sé de donde saca tanto amor, con tanta falta padecida del mismo. ¡Cómo no entenderla! Es un ideal justo. Está signado por su historia.
También es mi sueño el de una familia junto a ella. Hasta tenemos los nombres para nuestros hijos: Alué, Candela, Nahuel fueron algunos de los que imaginamos. Yo tampoco tuve una familia, a pesar de tener juntos a mis padres por mucho tiempo. Es mi sueño, pero uno de los tantos, no el único. Y eso la asusta, y a mí también. Tantas veces intenté tratar de hacerle entender que el hecho de pensar ser feliz con una familia (sólo eso y nada más que eso), y no en pensar en la felicidad de un mundo más justo, me parece ir en contra de mis ideales. Dice que soy muy militante. Puede ser. Me enojan mucho las injusticias, las propias y ajenas. Siempre voy a luchar contra eso. Pero también quiero tener mi familia con ella, darle a nuestros hijos lo que no nos dieron nuestros padres.
Por otra partte, tantas veces he puesto en peligro (aunque siempre en pareja las cosas se hacen “de a dos”) esta relación, que me siento una basura por todas las cagadas que me mandé. Ella me genera el egoísmo más hermoso: quiero que el poyo sea mía shola y hacerle mucho el am, am, am. Por momentos, deseo que ella monopolice todo mi amor, y yo el de ella, claro. Insisto, el amor no tendría que tener fronteras pero a veces, con ella, quiero sentirme un imperialista.
El amor que siento por ella, a veces también me parece poco. No porque no sea genuino, sino porque no sé si es el amor que puede hacerla feliz a ella. Y eso me hace sentir poca cosa. Yo creo que sí, es la mujer que más amo, con la que quiero formar una familia, con la que quiero cambiar el mundo… Pero no sé si ella soporta que yo quiera amarla como me gustaría amar a todo el mundo. Sería tan largo de explicar pero, en síntesis, mi visión del mundo ha cambiado gracias a ella, para mejor desde una perspectiva humanitaria, no sé si para mejor respecto para ella. Me incentivó para que estudie, para que deje de boludear, para que confíe, para ir al Norte. Ese viaje… Ese viaje fue un “click” en esta cabeza que amo y detesto. Creo que festejó los primeros cambios que realicé de su mano, pero detesta las transformaciones posteriores que me convirtieron en éste al que le cuesta adaptarse a este momento histórico.
Así como es un amor, también tiene sus cosas, como todos. También tenemos profesiones muy distinta. Ella es médica, re humanitaria; yo periodista y futuro licenciado en Ciencias de la Comunicación, quiero hacer de ello algo humanitario. Ella estudió una carrera reconocida económicamente por el mercado. De periodista es difícil encontrar, no está bien pago y, cuando conseguís, no siempre se puede decir todo lo que uno piensa, ya que son empresas. Y como empresas defienden intereses. Me da una bronca que pensar y desear un mundo mejor no sea redituable. No soy machista, pero que ella pueda ganar buen dinero y yo no, me genera un poco de miedo y celos. Temo no estar a su altura. No soy machista, pero es un pensamiento de tal calaña. No lo puedo evitar. Estoy muy contento por su éxito, deprimido por lo mío.
Nos amamos. Yo a ella. Ella a mí. Pero parece no ser suficiente. Parece, nada más. Yo creo en el amor, en el amor a la humanidad, en el amor que siento por ella. Pero tantos desgastes, peleas, desencuentros y demás, hoy están poniendo en riesgo nuestro futuro juntos. Y eso me pone terriblemente triste. Por desgracia, creo que no voy a ver caer al régimen kapitalista, pero considero que puedo hacer algo para intentar cambiar los valores de la gente, para que eso suceda en un futuro y la humanidad pueda vivir realmente en paz.
Veremos qué sucederá. Qué construiré para mi futuro, cómo me influirán las personas que amo y admiro, cómo logro entender a los que no piensan igual, cómo encuentro mi lugar en este sistema y, sobre todo, cómo concilio mis mayores deseos sin que uno sea en desmedro del otro: ayudar en la construcción de un mundo mejor y construir una familia con su amor y el mío. Para que desde chiquitos les enseñemos a nuestros poyitos, y a los que podamos también, otra clase de valores.
No quiero quedarme sin su amor y no quiero dejar a mi amor sin ella. Con tanta pobreza en estómagos y en las cabezas de tanta gente, y al verme imposibilitado de que esto cambie en el corto plazo, en este mundo terrible y voraz sentirme a su lado me hace sentir mucho mejor. Seguir juntos depende, en principio, de nosotros, del tiempo y de paciencia. Tiempo y paciencia me cuestan, pero tendré que armarme de ellos, esperar y actuar si quiero cristalizar este deseo de construir un mundo mejor, obviamente, junto a ella. Sin ella no sería posible. Es mi único héroe en este lío.

domingo, 19 de julio de 2009

Volver a Purmamarca. Diario de viaje


Coche lujo. Ejecutivo, según Flecha Pus. Directo a San Salvador de Jujuy. Eran las 11:30 y, a pesar de no haber dormido en toda la noche y de encontrarme recostado sobre lo más cómodo en que se había apoyado mi espalda en los últimos diez días, no pegué un ojo. Tampoco dormí. Pasaron una película yanki en la que una elección presidencial se decide con el voto de una persona, por lo cual los candidatos hacen miles de cosas para convencerlo, hay mentiras, moralidades, y demás condimentos y pelotudeces donde y cuando, como siempre, termina ganando “la democracia”. En fin, una basura hipócrita protagonizada por Kevin Cosner.
Ruta arriba, es notorio cuando se pasa de Salta a Jujuy. Esta vez no por el estado de la ruta sino porque las construcciones precarias comienzan a verse en cuantía y los rasgos aborígenes más “puros” de sus habitantes también. Predominan los collas y Aimaras, los mismos de Bolivia y Perú. Hace mucho eran una sola patria, ahora se ven divididos por fronteras diplomáticas impuestas por los Estados protectores del orden capitalista. Son hermanos divididos por banderas y nacionalidades inexistentes.
Hay gente que dice que esta es la zona más pobre del país. Puede ser que los números macroeconómicos así lo reflejen, pero al llegar a la capital jujeña se pueden ver grandes construcciones que nada tienen que ver con esa pobreza que nos venden por TV a la mayoría de los porteños. Casas, edificios, y grandes comercios se divisan. Como en todos lados, hay buena vida y prosperidad para unos pocos. Los extremos son siempre opuestos, pero acá no están tan alejados como en otras partes. Al igual que sería extraño ver una Ferrari, igualmente de excepcional sería ver a niños aspirando tolueno, algo cotidiano en Buenos Aires. Aún así se reflejan de otra manera: un gordo veinteañero con chiva candado bien de garca maneja una 4 x 4, mientras una abuelita originaria carga bajo su espalda un costal el doble de grande que ella.
En la Terminal de ómnibus, la calle aledaña estaba cortada por una protesta del sindicato de taxistas, dos hombres se abrazaban para no caerse producto del pedo terrible que tenían, mientras que un adolescente le arrebataba la riñonera a una joven mochilera. En la jefatura de la Terminal a la chica le respondieron que los días de semana a la tarde, los uniformados de las fuerzas represivas jujeñas son sólo 4. Uno había ido al baño, otro dormía la siesta, uno estaba en la jefatura y del otro no se tenían rastros. “Por un lado mejor –dijo la chica- Capaz que si lo descubren, éstos le pegan un tiro…”
30 minutos pasaron del arribo que enseguida nos subimos al micro que nos llevaba a Purmamarca. Kaeme a kaeme (km a km) avanzábamos por la ruta y cuando pasamos por Volcán, un cartel nos indicaba que estábamos en “el postigo de la Quebrada”. Luego de pasar por otros pueblos llegamos, por fin, al de los 7 colores.
“¡La puta madre!” fueron las palabras que salieron pacíficamente de mi boca al bajar del micro. Dos años después de estar allí por 1ª vez, me volvía a sorprender. Purmamarca es un pueblo rodeado por montañas hacia todos sus puntos cardinales. Mires hacia donde mires, siempre se interpondrá un cerro. Nos instalamos en un camping a pocos metros del cerro. Acostumbrados que en casa al abrir una ventana vemos edificios y siempre la mano del hombre, levantarse, abrir la carpa y ver algo tan natural y bello era una sensación única.
A rasgos generales, los jujeños son más reservados que los demás norteños. La mayoría, hablan lo justo y necesario con el turista, pocas veces una sonrisa, aunque mucho respeto y nunca intranquilos a pesar de que haya muchos turistas que piensen que los lugareños están sólo y nada más que para atenderlos. Ante el nerviosismo, indiferencia. Así le responden a los alterados. Es común escuchar: “Cuando se van ustedes, esto es mucho más lindo y tranquilo”. Aunque haya muchos que les duele escuchar esto, cómo no entenderlos. En un pueblo de no más de quince manzanas, ver tanta gente ir y venir, gente demandante que deja góndolas de pequeños almacenes semivacías y, sobre todo, que alteran su ritmo de vida. “Es como que en el verano la locura de la ciudad viene para acá”, dice uno de los puesteros de la feria artesanal instalada alrededor de la plaza. En invierno, dice, que los gringos no son tantos, causan menos revuelo y dejan más dinero.
Al rato de escucharlo se acercaron unos chicos de Pacheco vestidos de marca y zapas de 500 pé. En tono confidencial y con aires de victoria y satisfacción uno de ellos se acerca y me muestra: “Mirá lo que nos afanamos de los puestos… Trajimos de todo…”. No sabía si escupirlo, putearlo o darle un tucumano. Tan sólo atiné a mirarlo fijo a los ojos subiendo las cejas, arrollando mi labio superior acompañándolo con un movimiento ascendente-descendente de cabeza. Se alejó. Yo me quedé, pero la paz que me genaraba el lugar se había contaminado de bronca, vergüenza y desazón.
Para volver a mi paz decidí alejarme un poco aglutinamiento. Crucé la ruta y un río que ya no lo es, en el que hay miles de rocas de colores y por donde pasa el gasoducto de Atacama, y subí un cerro que hay frente al pueblo, al que llaman “mirador”. Pude estar tranquilo y en paz como pocas veces. Es más, sentí que esas hormigas que siempre deambulan por mis glúteos se habían encontrado otra cosa mejor para inquietar.
Al atardecer merendábamos unas pizzas en el camping, cuando tres chicos de 5, 7 y 9 años irrumpieron trepando la pared que daba a la calle del camping. Pidieron pizza. Le convidamos una de las últimas porciones que nos quedaban. El del medio no alcanzó a darle un mordisco y se le calló a la tierra. “¿Querés un biscocho?” le ofrecimos. “Yo quería pizza” respondió señalando la porción que con tierra y ganas era devorada por un perro. Carillo le regaló a uno un colgante. A partir de ahí se multiplicaron los pedidos: reloj, mp3, celular, la pelota de fútbol. Al pregúntale los nombres el más chico me escupió en la cara.


Unca rubia
Unca se les dice a las lombrices en el Norte. Unca rubia llamaban a un hombre con el que me topé una tarde en la puerta de un almacén. Tenía unos 60, aunque podrían ser unos cuarenta y turbios pico. Vestía una campera y pantalón bien gastados de jeans, camisa rota y zapatos de cuero con un hilo improvisando de cordón. Fue uno de los pocos que sentí hablar y saludar por su iniciativa propia. Yo bebía una cerveza fría, intenté convidarle y no aceptó. “Solo tomo 96”, se justificó. Le comenté que no conocía esa bebida y seguimos charlando como si nada.
Raúl Abel Cruz era su nombre verdadero. Nadie lo conocía por su nombre. Me mostró la cédula. En Purmamarca sólo vivía durante el verano. Su casa y familia estaban en las afueras de Tilcara, con ellos vivía los 9 meses restantes. Como obrero (una gran parte del proletariado norteño trabaja de eso) conoció todas las provincias, a excepción de Misiones y Corrientes. Es capataz. Vive “arriba” dice mientras señala una casa solitaria sobre las laderas de un cerro. Baja a “acá” para ver “ésto”, dice mientras su rostro se desvía y se clava sobre el cuerpo de una rubia coqueta que desfilaba tipo Punta del Este.
No está trabajando Unca. Lo hace entre 45 y 60 días seguidos y, después, entre 8 y 10 se los toma. Y se los toma de verdad. Pero eso sí, siempre 96, nunca otra cosa. “Mostrame el escabio ese Unca! No lo conozco” le increpé. Se rió. 1, 2, 3, 4. 4 eran los dientes habían sobrevivido en su boca. Echó a un niño del pueblo al que también lo mataba la curiosidad y, formando un rincón entre la pared y su campera, sacó una botella de alcohol etílico. Ése era el misterioso 96. 96º. 96 grados de alcohol, de alcohol de quemar. “¿Y cómo justifica cuando tiene que volver al trabajo y no puede por la borrachera?” pregunto. “Llamo y digo que tomé el camino equivocado”, responde.

Los lugareños, en general, siguen siendo los mismos que hace unos años. La fisonomía del lugar y los que lo visitamos, no.
Al pueblo, de mayoría de casas de adobe y barro que eran, lo han invadido las hosterías con construcciones coloniales, las antenas de Direct TV. En poco menos de dos años, el kapital vestido de “mejoras para el turismo” lo ha modificado. Purma ya tiene hasta una especie de country, todas casitas iguales con sus jardincitos. Un bonaerense que vive aquí hace años, me dice que es para que los que viven en country puedan sentirse ‘como en casa’.
Los turistas que vistan el pueblo del cerro de los 7 colores, por ende, también cambiaron. Las 4 x 4 y los coches importados que se ven son bastantes, señoras rubias teñidas con anteojos negros bien grandes y labios tipo chorizo se pasean hablando en idioma glamstar. Hasta los mochileros cambiaron. Los artesanos y músicos ya no se juntan masivamente y copan la plaza para mostrar su arte. Esa demostración empezaba a la tarde y terminaba a la madrugada, la gente no se compungía ante la presencia policial e integraba a los locales; hoy no quedan ni los restos de eso.
Acá, el progreso (como lo llaman muchos a esta clase de cambios) se puede mirar, ver y sentirmás fácil: son sólo 15 manzanas entre cerros, pegado al de los siete colores. Colores que nadie pudo especificar qué 7 son. Pero que se parecen a los de la Wipala: bandera de la resistencia indígena. Resistencia que puede reflejarse con la imagen de una casa solitaria a sólo dos cuadras de la plaza hecha de chapas y madera. Algunos necios la llamarían con tinte racista "villera". Más allá de la belleza natural, lo impactante y tranquilo, esto también es Purma.