lunes, 12 de enero de 2009

La masacre israelí y la confusión en homologar una religión con un Estado genocida


De lo mucho que sucede hoy en Gaza poco se puede saber con claridad, salvo por las breves comunicaciones que algunos periodistas pueden tener con algún palestino que vive en esa escasa tirita de ocho kilómetros por cuarenta y cinco, donde viven más de un millón y medio de personas.
Los medios de Argentina han tratado la agresión israelí de una forma bastante liviana y analizándolo sólo como un hecho coyuntural. Olvidan -con o sin intención- otras cuestiones que van más allá de romper con una dicotomía entre palestinos e israelíes, o musulmanes y judíos. Para intentar comprender un poco este conflicto es necesario hacer un análisis histórico sobre los cimientos de la creación del Estado de Israel, y ningún medio da cuenta de eso.
Las coberturas de los diarios argentinos fueron bastante pacatas, a excepción de algunas cosas publicadas por el matutino Página 12. Ninguno de los diarios dijo que el estado de Israel amplió las fronteras propuestas por el plan de partición de la ONU en 1947 luego de las guerras de 1948 y 1967, y que desde aquellos años ocupa territorios ilegalmente bajo la democracia burguesa reinante. Todos los diarios llaman al ataque aéreo, naval y terrestre GUERRA. ¿Acaso lo es? Hamás y la población de Gaza apenas cuentan con vetustos fusiles y misiles de fabricación casera de poco alcance y escasa precisión, mientras que Israel posee la última tecnología en misiles, tanques. ¿A una lucha tan desigual puede llamársela GUERRA?
Al segundo día del ataque aéreo israelí, en el diario Clarín las notas que acompañaron la crónica fueron una entrevista a un experto en “contraterrorismo” que se titulaba “Hamás tiene una red de apoyo desarrollada en Latinoamérica”, y una columna de opinión de un ex canciller israelí. Nunca se le olvida a su corresponsal en Tel Aviv poner en la cabeza y en la bajada de las notas que los ataques empezaron para terminar con los lanzamientos de misiles sobre las localidades del sur del estado hebreo. Jamás se le ha ocurrido escribir a este señor el porqué de esos ataques.
En el año de 1947 la ONU decidió partir a Palestina (que antes ya había sido invadida por el Imperio otomano y luego de la 1ªGM quedó bajo mandato británico). No se la dividió en 2 para crear dos estados, sino en 3: Gaza, Israel y Cisjordania. O sea que la misma partición contemplaba un solo estado con continuidad territorial (Israel), y dos territorios bajo una misma bandera pero bien separados uno del otro. Hay que decir dos cosas sobre esto: que no fue una separación pacífica sino desde fines de siglo XIX la inmigración judía hacia Palestina fue pensada como una colonización armada en las cuales grupos sionistas exterminaron a pueblos enteros; y por otro lado que han pasado casi 62 años de aquella partición de la ONU y sigue sin haber un Estado palestino.
Un estado que se creó y se pobló de inmigrantes, y en consecuencia trajo el despojo y la sangre de miles de nativos descendientes de filisteos, no puede más que mantener su posición sino es con la misma lógica de su nacimiento: la colonización y la guerra. Basta con leer algún libro de Noam Chomsky o simplemente las crónicas de Rodolfo Walsh para dar cuenta de ello.
Luego de la guerra de los 6 días de 1967 miles de asentamientos fueron instalados en Gaza. Esas colonias fueron desmontadas por Ariel Sharon en 2005 en forma unilateral. Este no fue un gesto de buena voluntad del premier hebreo de turno, sino un plan bien estratégico para sitiar a la población palestina y dejarla librada a la plena sumisión israelí: desde aquel año se han levantado dantescos muros alrededor de toda la Franja transformándola –como han dicho varios analistas- en “una cárcel a cielo abierto”. Y no solo eso: Israel controla los pasos fronterizos, les suministra la electricidad, el gas, el agua y hasta la ayuda humanitaria que corta cuando quiere. No conforme con todos estos métodos de control y abuso, el ejército, la marina y la aviación israelí atacan cuando se les antoja sin ningún temor a represalias internacionales, ya que Israel por más de estar en Oriente, es el enclave militar de Occidente en la región.
Por otra parte, aún no teniendo un estado propio, una vez hubo elecciones en territorios palestinos. Fue en enero de 2006 y los veedores internacionales las calificaron “transparentes”. Ganó Hamás (que a pesar de toda coerción, “no reconoce al estado de Israel”) por amplia mayoría. La reacción hebrea, obviamente apoyada por EE. UU., fue la de no reconocer al ganador de las elecciones que ellos mismos habían alentado e imponer un bloqueo total a la Franja, el cual todavía hoy se mantiene. Los dirigentes occidentales pensaban que su aliado palestino Al-Fatah, el tradicional partido de Yasser Arafat, las ganaría fácilmente. No fue así, ya que ese partido se fue desprestigiando ante el pueblo palestino por innumerables hechos de corrupción.
Israel y las potencias occidentales sólo negocian cuando pueden imponer sus condiciones, y sino las pueden imponer por vía diplomática lo hacen –una vez más- por el medio de las armas. Cuando nació la Organización para la Liberación de Palestina no la quisieron reconocer como representante del pueblo palestino, la combatieron. No pudieron eliminarla, y de ahí se desprendió Al Fatah, con el cual negociaron. Al no haber verdaderos réditos para el pueblo palestino, surgió una organización islámica (Hamás) con la cual no quieren negociar porque no acepta las imposiciones israelíes y, más aún, las combate con su escaso poder de fuego. No quisieron negociar con la OLP y surgió Hamás. Ahora no quieren negociar con Hamás, ¿surgirá algo aún más radical en contra de Israel? No lo sabemos, pero prefieren negociar con Mahmud Abbas, que no ha condenado vehemente los ataques contra su pueblo sólo porque mantiene irreconciliables diferencias con Hamás e Israel puede llenar sus bolsillos.
Más allá de todo esto, ¿se puede justificar el lanzamiento de misiles a la población civil del sur de Israel? Han muerto veinte israelíes en los últimos 10 años y es una cifra horrible, pero hay que tener en cuenta que se aproximadamente cada 2000 misiles lanzados muere una persona, y que, la aviación israelí el día de la ofensiva lanzó 40 misiles y en sólo cuatro minutos eliminó a más de 200 personas. Cualquier muerte es horrible, morir por el impacto de un misil lo sería mucho más, pero la muerte por hambre o por no tener medicamentos básicos es imperdonable. La tolerancia tiene un límite, y tampoco en Gaza merecen tener una muerte silenciosa el 60 por ciento pobre de esa población, donde la desocupación ronda el 80 y donde chicos y ancianos mueren de hambre por no recibir un medicamento básico. En Gaza se mueren aunque no se lancen ataques. Es por eso la respuesta con lanzamientos de misiles: durante seis meses Hamás respetó la tregua y el bloqueo a Gaza siguió de igual manera. Los métodos pueden ser condenables, pero como decía Rodolfo Walsh “nos quieren cambiar el cómo por el porqué”. No se inmolan o tiran misiles porque un día se les ocurrió, tienen motivos para hacerlo, lo que no tienen son los medios para llevarlo a cabo de manera regular como lo hace el ejército hebreo.
Es obvio cualquier conflicto que se dispara en la opinión pública genera un toma de posturas y despierta mucha bronca e impotencia de varios bandos. Ha habido muchas reacciones antisemitas, de una lógica fácil y estúpida. En estos días he escuchado cosas como “los judíos son unos asesinos” y hasta “si Hitler los hubiera matado a todos, hoy estos no matarían a nadie”.
Ser judío nada tiene que ver con un Estado genocida como Israel. No podemos meter a todos los judíos en la misma bolsa. Es sabido que la mayoría de los israelíes y judíos del mundo apoyan esta masacre, pero NO TODOS. Ser israelí no significa que todos los habitantes de su país estén de acuerdo con esta limpieza étnica que se está librando en
Gaza, incluso hay una minoría que pone “el grito en el cielo” y que es reprimida por sus gobernantes e ignorada por los medios locales. Es por eso que hay que romper con esas reacciones sintomáticas que homologan a las personas ya sea por raza, religión o Nación.
Hay una minoría judía que quiere realmente la paz. Esa minoría sabe que esta matanza va a generar en los palestinos más rencor, odio y violencia. Son esos pocos judíos que denuncian día a día la lucha por la supervivencia que tienen que librar los habitantes de Gaza, ahora agudizada por los ataques, son esos que critican la construcción de asentamientos en Cisjordania, los que saben que un país que fabrica armas como Israel nunca va a querer paz porque la guerra es un negocio, los que no olvidaron que la anteúltima matanza masiva de palestinos en Gaza fue en marzo de 2007, los que saben que son pibes los ejecutores de una masacre preparada desde un escritorio por sus gobernantes, los que saben que militarmente este conflicto se terminará únicamente con el exterminio de alguna de las partes, los que saben que la partición de la ONU en 1947 les dio las tierras productivas a Israel y no a los palestinos, los que, como Ilan Pappe, proponen un estado único y laico respetando las culturas árabes y judías, los que, como León Rozitchner, saben que al pueblo judío fue Europa el que los persiguió por siglos, el que con todo el poder del nazismo -ante la amenaza de expansión del comunismo ruso con fuerte presencia judía- los exterminó en la 2ªGM, y que, luego, con la creación del estado de Israel, olvidaron de acusar a los perpetradores del holocausto y les permutaron un enemigo verdadero por uno falso: los europeos (no sólo los nazis alemanes) por los palestinos. Son esos judíos sobrevivientes de una limpieza étnica los que denuncian hoy otra limpieza étnica perpetrada en su nombre. No son todos iguales.
Por otro lado, los defensores de las masacres del Estado de Israel, ante la mínima crítica a sus decisiones militares, políticas, y más aún, cuando se pone en duda las bases de la creación del Estado de Israel, también reaccionan de forma sintomática diciendo que los que condenan a Israel son antisemitas. Defender la causa palestina no es ser antisemita.
Esta cuestión tiene que ver mucho más que ver que una mera cuestión religiosa, cultural, o estar a favor del bien o del mal. Todos somos humanos y mientras estemos dominados por el dinero y por Estados que deciden por el pueblo, que castigan y censuran a los que no son fieles adeptos y cómplices de sus políticas de exclusión, nunca podremos ser libres.
Lo que pasa hoy en Gaza es mucho más complejo que una simple caracterización de árabe-terrorista y judío-genocida. Es ponerse en el lugar del otro y comprender la historia de cada uno. Tanto palestinos como israelíes se jactan de ser legítimos habitantes del suelo en disputa, y ambos tienen derecho a vivir, pero en paz. Y la paz no llegará por las armas, sólo se obtendrá repartiendo las tierras productivas en 2 y compartiendo Jerusalén. O sino llegará el día en que no haya un modo de producción donde el hombre siga dominando y matando al hombre.

domingo, 4 de enero de 2009

Protección de los derechos del niño y responsabilidad penal juvenil, dos normas inútiles

“A pesar de los motines, los encierres en el buzón y de ser testigo de torturas, lo peor que sufrí, lo que más me dolió fue el abandono de mi vieja.” Gisela habla con lágrimas en los ojos, desde los 6 hasta los 21años estuvo encerrada en varios Institutos de Menores. Su primer delito fue haber nacido en una familia pobre y que su madre la abandonara. Aquellos por los que la volvieron a encerrar en un instituto fueron las drogas y un robo a mano armada.
“Entrar a un Instituto de Menores es difícil, salvo que seas un pibe menor de 18 años, pobre y morocho” ironiza la abogada María del Carmen Verdú de la Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI).
En el país hay más de 20 mil menores de edad privados de libertad. El 85 por ciento está preso por causas asistenciales. El Estado ha puesto bajo régimen de encierro a chicos que han sido abandonados, abusados o maltratados. El 15 por ciento restante ha cometido delitos, pero una leve minoría de ellos son graves.
No sólo se mantiene encerrado a un 85 por ciento de niños inocentes sino que ello contribuye a su formación delictiva. El periodista Roberto Arlt en 1932 calificó a los institutos de menores como “escuelas de la delincuencia”. Uno de los últimos informes presentados por UNICEF así lo ratifica: “Los institutos y reformatorios, además de violar los derechos del niño son verdaderas escuelas de delincuentes”. Las estadísticas también lo confirman: el 80 por ciento de los mayores de edad presos bajo el Servicio Penitenciario Federal han pasado por institutos de menores.
Horacio Cecchi, periodista de Página 12 y profesor de la carrera de Comunicación de la UBA, ha hecho varias investigaciones sobre el tema y asegura que el camino para la criminalizar la pobreza es siempre el mismo: “El primer paso para que los menores caigan en situaciones penales es que queden incorporados en institutos. Así el pobre inocente se rodea de los modos y jergas del delito, y cuando sale empieza a delinquir de verdad”. “Se mezcla a chicos que están por carencias socio-económicas con abusadores y asesinos. En la tumba, como lo llaman ellos, es así: o te adaptas o te cojen.”, se horroriza Fabián Gaitán, que es asistente social y tiene a su cargo un hogar en el barrio de Once.
Adriana Pereyra es la directora general de Niñez, Adolescencia y Familia del partido de Moreno. Hace muchos años que trabaja con menores que padecen problemas sociales y penales y su dependencia, una de las pertenecientes al Ministerio de Desarrollo Social y Humano de Moreno, ejecuta las órdenes de las nuevas leyes penales de minoridad.
Pereyra trabaja con los jóvenes en el trato directo y coincide con Verdú, Cecchi y Gaitán en que se judicializa la pobreza: “Los chicos que tienen mayor problemas con el delito provienen de familias con dos generaciones pasadas de complicaciones con las leyes y puede que haya hasta tres generaciones sin trabajo en su familia.”
“Criándote en un instituto es muy difícil salir y no ser delincuente o drogadicto. ¿Cómo haces? Crecés rodeado de peleas, maltratos, abandonos, abusos. Yo no me acuerdo cuando perdí la inocencia, pero cuando entré a un Instituto mi vida fue otra.”, se lamenta Gisela.
Mucho antes de que al gobernador de Buenos Aires se le ocurriera presentar un plan para bajar la edad de imputabilidad del delito, la Provincia de Buenos Aires impulsó dos normas para que los menores que hasta ahora arbitrariamente se los consideraba culpables por decisión de un juez, tengan un proceso penal.
El martes 30 de septiembre del año pasado se estableció la Ley de Responsabilidad Penal Juvenil que obliga, desde la fecha, “a que los menores de 18 años que entren en conflicto con la ley penal tengan todas las garantías procesales” como sucedía hasta ahora, con los adultos. Este fuero nació a partir de la Ley de Protección Integral de los Derechos del Niño y el Adolescente”, que derogó el Decreto Ley 10.067 dictado en 1983 por la dictadura militar. Este dice que el juez no podrá resolver en soledad el destino del niño o adolescente y que ahora habrá una parte acusatoria, un defensor oficial y, básicamente, tendrá el derecho a saber de qué se lo está acusando y a defenderse de la imputación.
En la Ciudad de Buenos Aires sigue rigiendo el viejo sistema. Ambas leyes sólo rigen en la Provincia de Buenos Aires; o deberían regir.
Desde la perspectiva de Pereyra, la nueva ley se encamina a descriminalizar la pobreza: “Obliga a que las medidas tomadas sean renovadas cada 30 días. Y esto garantiza que se siga trabajando con el chico. No es que lo pusiste en un hogar y te olvidaste.”
Sin embargo, a fines del mes pasado un juez de La Plata, Luis Federico Arias, hizo lugar a un pedido de hábeas corpus presentado por la Defensoría Oficial de Responsabilidad Penal Juvenil número 16, a cargo de Julián Axat. El mismo resolvía “prohibir a la policía bonaerense detener a menores por contravenciones o averiguación de antecedentes”. Estas aprehensiones estaban prohibidas desde la ley de Protección pero siguió funcionando el viejo decreto militar.
Para Verdú este hecho demuestra que la Justicia no es equitativa: “Los policías que privaron de libertad a todos esos menores tendrían que estar presos y no lo están.”; y que la ley no se cumple: “El nuevo régimen penal de la minoridad desde el punto de vista discursivo es muy superior a la ley de patronato, pero en la práctica pasa lo mismo que con la vieja”. Cecchi se manifiesta en la misma línea: “La ley de protección de los derechos del niño es una de las más avanzadas que hay, pero las instituciones dependientes del Estado tendrían que aplicarlas y el Poder Ejecutivo debería destinar los fondos necesarios para su cumplimiento y no a patrulleros para detener más chicos.”
“Acá en Moreno está funcionando. En este poco tiempo ya estamos trabajando con más de veinte chicos que hubieran terminado en Institutos.”, se justifica Pereyra.
Gaitán piensa que todo sigue igual que antes: “No cambió nada, los pibes que tienen problemas con la ley penal siguen yendo a Institutos. El tema es evitar que eso suceda y no se puede porque la línea es muy delgada.”
El objetivo que dicen tener los institutos es brindar las herramientas necesarias para que esos menores se reinserten en la sociedad, pero las celdas suelen tener poca luz, poca ventilación, muchas veces camastros de cemento sin almohadas y hasta en algunos casos un tacho de pintura que hacía de inodoro.
En la CORREPI aseguran que el Estado es siempre responsable: “Se dice que van a la escuela, que les dan talleres, que hacen terapia ocupacional. Existen esos tratamientos pero por una obligación burocrática. En la práctica nos sirve para nada.”. “En los institutos no se trabaja para reinsertarlos en la sociedad. Encerrar no es educar. Estamos mal desde el vamos.”, sentencia Cecchi.
Pobreza, marginalidad, menores y delincuencia son características propias de los Institutos de Menores. Gisela teme por el futuro de sus dos hijos, uno de ellos engendrado en el “Inchausti”: “Lo que me pone mal es que hoy sigo siendo pobre y no sé que les podrá pasar a mis hijos si todo sigue así”.
Gaitán sostiene que ante la inutilidad de las nueva ley y con una marginalidad que cada vez golpea con más dureza a medida que se incrementa el consumo, sólo ve dos alternativas: “O justicia social, cambio profundo en el modelo de la distribución, trabajo, educación, acceso a la cultura; o el plan de la derecha: eliminemos a los negros villeros pobres”.
Pereyra, sin embargo, piensa el cambio desde la protección estatal: “Si no creyera que desde nuestro lugar podemos cambiar las cosas, me quedaría en mi casa. Con la nueva ley de protección vamos por el buen camino.”
Por su parte, Verdú desconfía de que el cambio llegue por la modificación de las normas: “En el actual estado, las cosas, solamente pueden ocurrir de esta manera. Por eso descreemos de cualquier tipo de propuesta reformista porque termina siendo puro maquillaje. Consideramos que todo aparato normativo de un Estado montado sobre una sociedad dividida en clases es un aparato de opresión. La única alternativa de que las cosas funcionen de otra forma es que vivamos de otra manera. El capitalismo deja fuera del sistema y encierra a una gran parte de los pobres. Así no hay futuro para los menores pobres.”

Navidad proletaria

El 24 de diciembre es una fecha, la cual para algunos es una experiencia religiosa y para otros un día más del año. Si para mí había dejado de ser un día emblemático, éste, después de un día cansador de trabajo en una juguetería, lo era mucho menos. Lo único que me importaba era llegar a Fiorito a lo de mi tío Osvaldo que había cocinado un lechón que llegado el momento devoré primero y degusté luego. Pero ese momento se haría esperar.
Dos horas después de lo acordado a la dueña del comercio se le ocurrió cerrar las puertas. No sólo no se conformó poniendo las rejas a las ocho sino que luego nos llevó a todos sus empleados a “hacer un brindis rápido y simbólico” en una heladería de al lado. ¿Para qué? Si ella es judía. No era cuestión de religión sino de clase: tenía que demostrar ante su vecino burgués que sus empleados brindaban por su progreso.
Tarde llegué a mi casa. Mi hermano no me puteó tanto como esperaba. Ducha rápida, pilcha medio máscara y fuera de casa a patear, como buen laburante, las veredas de esta metrópoli. El 44 no tardó tanto. Nueve y media estábamos en Pompeya. No era tan mal horario; después de todo, en un día normal, el 179 cartel 1 nos llevaba en 35 minutos. Pero lo que para mí era un día normal, no lo era para los que manejan muchas cosas de esta ciudad.
Un colectivero de origen paraguayo esperaba el 70 en la misma parada que nosotros. Con una lata de Quilmes en la mano nos decía que había dejado de ser alcohólico y que esta sociedad estaba podrida por la droga. “Hace mal”, decía con voz de abuelo consejero. Antes de que el verde 70 lo trague para llevarlo a nosédonde los labios de mi hermano escupieron una respuesta a su consejo: “La droga, el alcohol hacen mal, pero peor hace no pensar”.
La hora pasaba y el 179 no daba rastros de vida. Mi celular había quedado bajo los pisotones de las 50mil personas que en San Pedro vieron tocar a La Renga unos días atrás y mi hermano tampoco posee ese aparato que hoy resulta casi imprescindible; y mucho más si es 24 de diciembre a las diez de la noche en un barrio bajo como Pompeya. El primer teléfono público que ubicamos no funcionaba, el segundo, sólo con tarjetas (¿todavía se venden de esas?), recién el tercero nos pudo comunicar con nuestra madre para avisarle que llegaríamos más tarde.
Así como pasaban los minutos, pasaban los personajes que se transformaban en protagonistas de nuestra nochebuena: un señor de rasgos indígenas ebrio trastabillándose con las baldosas rotas de la vereda y rebotando constantemente contra la pared que hacía de sostén para que no cayera; un desangelado (linyera dirían muchos) que sin dirección marchaba por la Avenida Saenz con su único botín que era una bolsa con vaya uno a saber que tesoro dentro; otros dos jóvenes pidiendo fuego para “fumar lata” sorprendidos de que no nos espantásemos de su terrible condena; y así otros.
Los Redondos, Arbolito, La Renga y Sumo sonaban en el mp3, el cual nos turnábamos para escuchar. Eso y la tranquilidad de sentir a esta fiesta capitalista como un día más, no nos hizo perder la calma.
En eso decidimos ir en busca de otra alternativa que no sea el 179. Ya no importaba cual sea. Los taxis no querían ir a provincia, y mucho menos a Fiorito donde la pobreza es cotidiana. Hoy en día para la clase media pobre es sinónimo de peligro.
Dos uniformados azules hacían nada en la puerta de un kiosco mientras otro joven de veintipico de años, vestido con joggins de algodón y remera pintada por las veredas del sur porteño pasaba por el medio de Saenz al trote, gritando y agitando sus manos: “Gato, a mí no me vas a bardear.” Tras él, un hombre que rondaba los cuarenta, con el rostro rígido como un mármol, lo perseguía a ritmo lento pero con la seguridad y firmeza de que en algún momento lo alcanzaría. Pasaron una, dos y tres veces en círculo por delante de la policía. Ninguno de los “ejecutores de la ley” hizo nada hasta que se dieron cuenta de que todos los que esperábamos un bondi los estábamos mirando. Ahí uno se acercó al que gritaba y con macana en mano le dijo: “Dejá de hacer quilombo! Tomatela!” El perseguidor ni se inmutó ante los blue, y cuando le preguntaron si se conocían afirmó con un movimiento de cabeza. ¿Para qué averiguar más? ¿Qué más les daba a ellos? No había peligro de que la propiedad de nadie sea afectada. Ellos están “al servicio de la comunidad”, y estas dos personas hace rato parecían estar lejos de esa comunidad a la que la policía y el Estado defienden.
Antes de darnos cuenta estábamos arriba del 177. Por lo menos cruzaba el Riachuelo -que imagino alguna vez tuvo otro nombre menos despectivo- y nos acercaba unas 30 cuadras, aunque faltaba ver cómo haríamos para hacer las otras 40 cuando faltaban 45 minutos para que mucha gente choque sus copas y brinde por el nacimiento de Jesús, por la llegada de Papá Noel, o simplemente lo haga sin saber por qué, pero lo haga al fin.
La avenida San Martín del partido de Lanús era un desierto suburbano. Con el hambre haciendo ruido en nuestras panzas nos pusimos a caminar. A la cuadra, dos muchachos con vaso en mano en la puerta de una de las casas lindantes con la avenida, nos informaban que no había ningún teléfono cerca. Después de trescientos metros caminados decidimos confiar en la solidaridad de la gente y pusimos nuestros dedos gordos a disposición de algún coche del sur bonaerense “que nos dé un tirón”. Por varias cuadras nuestros pulgares padecieron la ignorancia de algunos conductores y varias caras de “si viviera en otro lado te llevo dedo”.
Por un momento pensamos que la única forma de llegar sería a pie… pero apareció él. Si hubo un Mesías esa noche fue Oscar.
Un colectivo se divisaba a lo lejos. Exagerando, dijimos: “estamos salvados”. Esas esperanzas se derrumbaron al darnos cuenta que tenía las luces apagadas, que estaba fuera de servicio y que era el 102. ¿Qué hacía un 102 en Lanús? Como queríamos sacarnos esa duda pusimos el dedo, seguido de una súplica y la masa de hierro frenó.
“Chicos: yo voy por esta derecho, si quieren los llevo” sugirió. Arriba! Oscar maneja el interno 46, pero esa noche tripulaba el cientonosécuanto. Su cuñada que era la que lo pasaría a buscar cerca de las diez por la terminal de La Boca del 102, pero ella estaba en la comisaría haciendo una denuncia porque su marido le hinchó un ojo de un derechazo. Como le había tocado guardia por la madrugada de navidad tenía que regresar a las 2 de la madrugada para volver a trabajar (mientras –seguro- el dueño de la empresa se tomaba un llampú con su familia), por lo tanto pidió el interno cientonomeacuerdo para ir a Caraza a brindar con sus pares.
Era increíble que nuestro arribo a la casa del tío se decidiera por una piña en un ojo seguida de un acto solidario. Aunque pensándolo bien no lo era tanto: bajo estas circunstancias de vida, a un proletario sólo lo puede ayudar otro proletario.
Y ese momento al fin llegó. Doce menos diez llegamos a Fiorito. El chanchito estaba divino. Devoré primero, degusté después. Salute!