lunes, 11 de mayo de 2009

Cafayate, Salta. Diario de viaje.


A pesar de que hay carteles que señalizan cuando el cruce del límite provincial de Tucumán a Salta por la ruta 40, uno podría darse cuenta por el estado de la ruta. Tras cruzar el cartel que nos despedía de Tucumán y de una ruta bastante lisa, el ruido de la camioneta demostraba el pésimo estado del pavimento: baches, pozos, mal pavimentada y muy mala señalización, así y todo llegamos a la ciudad norteña del vino. Varios kilómetros antes de llegar a Cafayate, entre la ruta y los valles calchaquíes predominaban los viñedos. Etchart, Lavaque, Vasija Secreta eran algunos de los nombres que se encontraban sobre los alambrados que cercaban las propiedades privadas de los campos tucumanos. Cafayate es un pueblo turístico. Al llegar, los campings estaban atestados de gente. En este lugar se intentaba no mezclar a los mochileros con los turistas que, supuestamente, gastaban más dinero: los viajeros a la entrada del pueblo, a más de diez cuadras del centro de donde se instalaba el clásico turista de hotel. Los precios se diferenciaban de igual manera: muy caros en el centro, más baratos y mejor servidos en los lugares más alejados. La plaza del centro era lo más lindo que tenía el lugar. Alrededor, las casas eran mayoritariamente construcciones coloniales, algunas de la época colonial, otras eran la expresión del kapital que llega para cambiarle la fachada a la pequeña ciudad construyendo propiedades con estilo colonial. Muchos comercios y hogares han sido demolidos y reconstruidos sólo para eso, para querer hacer colonial a Cafayate. No hay que quitarle mérito, es muy lindo, pero varias personas han sido corridas por no poder hacerse cargo de los costos de estas remodelaciones. Era disposición del gobierno local que las cosas se hicieran así. De una manera similar se manejaba el reparto de tierras provinciales. El camping en que nos instalamos era propiedad del líder burócrata del sindicato de empleados municipales de la ciudad. La persona que me contaba esto también parecía ser propiedad de éste: era el único empleado que tenía el camping para limpiar baños, asistir a las más de cien personas que acampábamos, cortar leña y ponerla en la caldera y cuidar las instalaciones, entre otras actividades que se le presentaban coyunturalmente. Todo esto lo hacía entre las 7 de la mañana y las 12 de la noche. Todo el año era así. “Algunas noches hago trabajos de albañilería en mi casa”, decía el cincuentón, vestido con ropa vieja, la mirada gacha y tomando un fernet puro y caliente. No le alcanzaba el dinero para pagarle a otra persona que hiciera ese trabajo y, aparte, esa era su vocación, obrero. Defendía a muerte a su “patroncito”. Había recorrido el país trabajando como obrero de la construcción y en Cafayate había encontrado un trabajo con sueldo fijo para vivir (o sobrevivir). Contaba que una vez cuando fue a Ushuaia como peón llovió dos días seguidos, no pudo trabajar y, por ende, no cobró y tuvo que comer pidiendo limosna en la calle. No sé si es por querer parecerse al líder de la CGT, pero el líder sindicalista local de los municipales, como tantos otros, se le asimilaba bastante: gordo, canoso, pelo medio corto, campera de cuerina, y éste particularmente llegó en una moto chopera que valían unos cuantos miles de pesos. Ni bien estacionó su moto y escuchó que hablábamos de política y de trabajo, lo mandó a limpiar y me miró desafiante a los ojos. La persona que llevaba las riendas del camping (no el empresario sindicalista) agarró la escoba, dejó la media empanada que le habíamos convidado y se fue a cumplir. “Ordenes son órdenes”, dijo. Como desde hace varios centenares de años en lo que hoy llaman “el interior”, el caudillismo sigue firme y fuerte. Mucho más cuando en el interior la mayoría de los asalariados son empleados estatales. No hay demasiado para decir sobre Cfayate desde la perspectiva de un mochilero que busca aventura. De lo mejor que ocurre en este lugar es que te venden vino hasta en los puestos callejeros, y muy bueno. Hay un par de bolichones, las peñas estaban semi-vacías, en todos lados cobraban entrada y se podía sentir la mirada despectiva de algunos lugareños burgueses que se paseaban en sus coches importados.
Cafayate apunta a convertirse en una ciudad turística y se aleja cada día más de lo que es un pueblo con ganas de recibir a buscadores. Partiendo hacia Salta capital, los primeros 47 kilómetros de la ruta provincial nº 68 son para dejar libre la fantasía. Es lo que llaman La quebrada de las conchas. Se llama así porque se han encontrado muchas conchillas de mar, escamas y restos de plantas marítimas de cuando hace millones de años esta zona estuvo bajo el mar. Piedras gigantes que permanecen al costado del paisaje han ido erosionando de tal manera que los salteños las han asociado con diferentes objetos. Los Colorados son unas montañas bien rojas veteadas como si hubiesen sido rayadas por un rayador gigante, tienen forma puntiaguda. Los Castillos son un conjunto de torres de diversas tonalidades de marrón y rojo con unos huecos en sus paredes que hacen pensar que son las ventanas. Desde lejos parecen castillos, al acercarse se desvanece esa ilusión medieval. Más adelante se pueden ver (con mucha imaginación) una imitación del Obelisco porteño; las Cazas de los loros, unos cerros con muchos agujeros donde viven las aves; El Fraile, una roca con los brazos cruzados; El Sapo, otra mezcla extraña de roca, tierra y arena desgastada por el agua y el viento; y las Tres Cruces, hechas por el hombre y que son reminiscencia de tres sacerdotes que murieron en época colonial. Lo más lindo antes de alejarse definitivamente de la quebrada para seguir viaje a la capital salteña es el Anfiteatro y la Garganta del Diablo. El Anfiteatro es un corte sobre el cerro, angosto como un pasaje, que le da una acústica peculiar al sonido de cualquier instrumento. En la entrada se apostaban vendedores de salamines y quesos caseros junto con un grupo de artesanos y llegando al anfiteatro propiamente dicho un trío folclórico tocaba unas zambas y unas chacareras mientras la gente se tiraba sobre las rocas a disfrutar de la paz del lugar. Este trío vendía sus CDs o los cambiaban, desesperados, por un poco de marihuana. La Garganta es increíble. Hay que trepar unas pequeñas piedras para avanzar hasta llegar. Es un embudo gigante de color rojo que hace recordar a la garganta de algún documental que muestran en el colegio sobre el cuerpo humano.
Es el fin de la quebrada y el camino sin fisuras hacia la capital provincial.