domingo, 19 de julio de 2009

Volver a Purmamarca. Diario de viaje


Coche lujo. Ejecutivo, según Flecha Pus. Directo a San Salvador de Jujuy. Eran las 11:30 y, a pesar de no haber dormido en toda la noche y de encontrarme recostado sobre lo más cómodo en que se había apoyado mi espalda en los últimos diez días, no pegué un ojo. Tampoco dormí. Pasaron una película yanki en la que una elección presidencial se decide con el voto de una persona, por lo cual los candidatos hacen miles de cosas para convencerlo, hay mentiras, moralidades, y demás condimentos y pelotudeces donde y cuando, como siempre, termina ganando “la democracia”. En fin, una basura hipócrita protagonizada por Kevin Cosner.
Ruta arriba, es notorio cuando se pasa de Salta a Jujuy. Esta vez no por el estado de la ruta sino porque las construcciones precarias comienzan a verse en cuantía y los rasgos aborígenes más “puros” de sus habitantes también. Predominan los collas y Aimaras, los mismos de Bolivia y Perú. Hace mucho eran una sola patria, ahora se ven divididos por fronteras diplomáticas impuestas por los Estados protectores del orden capitalista. Son hermanos divididos por banderas y nacionalidades inexistentes.
Hay gente que dice que esta es la zona más pobre del país. Puede ser que los números macroeconómicos así lo reflejen, pero al llegar a la capital jujeña se pueden ver grandes construcciones que nada tienen que ver con esa pobreza que nos venden por TV a la mayoría de los porteños. Casas, edificios, y grandes comercios se divisan. Como en todos lados, hay buena vida y prosperidad para unos pocos. Los extremos son siempre opuestos, pero acá no están tan alejados como en otras partes. Al igual que sería extraño ver una Ferrari, igualmente de excepcional sería ver a niños aspirando tolueno, algo cotidiano en Buenos Aires. Aún así se reflejan de otra manera: un gordo veinteañero con chiva candado bien de garca maneja una 4 x 4, mientras una abuelita originaria carga bajo su espalda un costal el doble de grande que ella.
En la Terminal de ómnibus, la calle aledaña estaba cortada por una protesta del sindicato de taxistas, dos hombres se abrazaban para no caerse producto del pedo terrible que tenían, mientras que un adolescente le arrebataba la riñonera a una joven mochilera. En la jefatura de la Terminal a la chica le respondieron que los días de semana a la tarde, los uniformados de las fuerzas represivas jujeñas son sólo 4. Uno había ido al baño, otro dormía la siesta, uno estaba en la jefatura y del otro no se tenían rastros. “Por un lado mejor –dijo la chica- Capaz que si lo descubren, éstos le pegan un tiro…”
30 minutos pasaron del arribo que enseguida nos subimos al micro que nos llevaba a Purmamarca. Kaeme a kaeme (km a km) avanzábamos por la ruta y cuando pasamos por Volcán, un cartel nos indicaba que estábamos en “el postigo de la Quebrada”. Luego de pasar por otros pueblos llegamos, por fin, al de los 7 colores.
“¡La puta madre!” fueron las palabras que salieron pacíficamente de mi boca al bajar del micro. Dos años después de estar allí por 1ª vez, me volvía a sorprender. Purmamarca es un pueblo rodeado por montañas hacia todos sus puntos cardinales. Mires hacia donde mires, siempre se interpondrá un cerro. Nos instalamos en un camping a pocos metros del cerro. Acostumbrados que en casa al abrir una ventana vemos edificios y siempre la mano del hombre, levantarse, abrir la carpa y ver algo tan natural y bello era una sensación única.
A rasgos generales, los jujeños son más reservados que los demás norteños. La mayoría, hablan lo justo y necesario con el turista, pocas veces una sonrisa, aunque mucho respeto y nunca intranquilos a pesar de que haya muchos turistas que piensen que los lugareños están sólo y nada más que para atenderlos. Ante el nerviosismo, indiferencia. Así le responden a los alterados. Es común escuchar: “Cuando se van ustedes, esto es mucho más lindo y tranquilo”. Aunque haya muchos que les duele escuchar esto, cómo no entenderlos. En un pueblo de no más de quince manzanas, ver tanta gente ir y venir, gente demandante que deja góndolas de pequeños almacenes semivacías y, sobre todo, que alteran su ritmo de vida. “Es como que en el verano la locura de la ciudad viene para acá”, dice uno de los puesteros de la feria artesanal instalada alrededor de la plaza. En invierno, dice, que los gringos no son tantos, causan menos revuelo y dejan más dinero.
Al rato de escucharlo se acercaron unos chicos de Pacheco vestidos de marca y zapas de 500 pé. En tono confidencial y con aires de victoria y satisfacción uno de ellos se acerca y me muestra: “Mirá lo que nos afanamos de los puestos… Trajimos de todo…”. No sabía si escupirlo, putearlo o darle un tucumano. Tan sólo atiné a mirarlo fijo a los ojos subiendo las cejas, arrollando mi labio superior acompañándolo con un movimiento ascendente-descendente de cabeza. Se alejó. Yo me quedé, pero la paz que me genaraba el lugar se había contaminado de bronca, vergüenza y desazón.
Para volver a mi paz decidí alejarme un poco aglutinamiento. Crucé la ruta y un río que ya no lo es, en el que hay miles de rocas de colores y por donde pasa el gasoducto de Atacama, y subí un cerro que hay frente al pueblo, al que llaman “mirador”. Pude estar tranquilo y en paz como pocas veces. Es más, sentí que esas hormigas que siempre deambulan por mis glúteos se habían encontrado otra cosa mejor para inquietar.
Al atardecer merendábamos unas pizzas en el camping, cuando tres chicos de 5, 7 y 9 años irrumpieron trepando la pared que daba a la calle del camping. Pidieron pizza. Le convidamos una de las últimas porciones que nos quedaban. El del medio no alcanzó a darle un mordisco y se le calló a la tierra. “¿Querés un biscocho?” le ofrecimos. “Yo quería pizza” respondió señalando la porción que con tierra y ganas era devorada por un perro. Carillo le regaló a uno un colgante. A partir de ahí se multiplicaron los pedidos: reloj, mp3, celular, la pelota de fútbol. Al pregúntale los nombres el más chico me escupió en la cara.


Unca rubia
Unca se les dice a las lombrices en el Norte. Unca rubia llamaban a un hombre con el que me topé una tarde en la puerta de un almacén. Tenía unos 60, aunque podrían ser unos cuarenta y turbios pico. Vestía una campera y pantalón bien gastados de jeans, camisa rota y zapatos de cuero con un hilo improvisando de cordón. Fue uno de los pocos que sentí hablar y saludar por su iniciativa propia. Yo bebía una cerveza fría, intenté convidarle y no aceptó. “Solo tomo 96”, se justificó. Le comenté que no conocía esa bebida y seguimos charlando como si nada.
Raúl Abel Cruz era su nombre verdadero. Nadie lo conocía por su nombre. Me mostró la cédula. En Purmamarca sólo vivía durante el verano. Su casa y familia estaban en las afueras de Tilcara, con ellos vivía los 9 meses restantes. Como obrero (una gran parte del proletariado norteño trabaja de eso) conoció todas las provincias, a excepción de Misiones y Corrientes. Es capataz. Vive “arriba” dice mientras señala una casa solitaria sobre las laderas de un cerro. Baja a “acá” para ver “ésto”, dice mientras su rostro se desvía y se clava sobre el cuerpo de una rubia coqueta que desfilaba tipo Punta del Este.
No está trabajando Unca. Lo hace entre 45 y 60 días seguidos y, después, entre 8 y 10 se los toma. Y se los toma de verdad. Pero eso sí, siempre 96, nunca otra cosa. “Mostrame el escabio ese Unca! No lo conozco” le increpé. Se rió. 1, 2, 3, 4. 4 eran los dientes habían sobrevivido en su boca. Echó a un niño del pueblo al que también lo mataba la curiosidad y, formando un rincón entre la pared y su campera, sacó una botella de alcohol etílico. Ése era el misterioso 96. 96º. 96 grados de alcohol, de alcohol de quemar. “¿Y cómo justifica cuando tiene que volver al trabajo y no puede por la borrachera?” pregunto. “Llamo y digo que tomé el camino equivocado”, responde.

Los lugareños, en general, siguen siendo los mismos que hace unos años. La fisonomía del lugar y los que lo visitamos, no.
Al pueblo, de mayoría de casas de adobe y barro que eran, lo han invadido las hosterías con construcciones coloniales, las antenas de Direct TV. En poco menos de dos años, el kapital vestido de “mejoras para el turismo” lo ha modificado. Purma ya tiene hasta una especie de country, todas casitas iguales con sus jardincitos. Un bonaerense que vive aquí hace años, me dice que es para que los que viven en country puedan sentirse ‘como en casa’.
Los turistas que vistan el pueblo del cerro de los 7 colores, por ende, también cambiaron. Las 4 x 4 y los coches importados que se ven son bastantes, señoras rubias teñidas con anteojos negros bien grandes y labios tipo chorizo se pasean hablando en idioma glamstar. Hasta los mochileros cambiaron. Los artesanos y músicos ya no se juntan masivamente y copan la plaza para mostrar su arte. Esa demostración empezaba a la tarde y terminaba a la madrugada, la gente no se compungía ante la presencia policial e integraba a los locales; hoy no quedan ni los restos de eso.
Acá, el progreso (como lo llaman muchos a esta clase de cambios) se puede mirar, ver y sentirmás fácil: son sólo 15 manzanas entre cerros, pegado al de los siete colores. Colores que nadie pudo especificar qué 7 son. Pero que se parecen a los de la Wipala: bandera de la resistencia indígena. Resistencia que puede reflejarse con la imagen de una casa solitaria a sólo dos cuadras de la plaza hecha de chapas y madera. Algunos necios la llamarían con tinte racista "villera". Más allá de la belleza natural, lo impactante y tranquilo, esto también es Purma.

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