
La baba formó un hilo entre la comisura de mi labio izquierdo y el buzo que hacía de almohada. Habíamos llegado a Salta, a la capital de Salta.
Hace 2 años, la última vez que había estado allí, no llegué a estar ni 4 horas en ese lugar. Aquella vez había llegado un día laboral y después de tragar humo de los colectivos, transpirar como no lo había hecho en todo el viaje, y de haber llegado hacía dos horas, salí a la ruta a “hacer dedo” para Jujuy. Esta vez pensaba darle una oportunidad de unas horas más a Salta capital, junto con mis compañeros de viaje nos quedamos unas horas más.
Eran las 2330 cuando arribamos a la Terminal, y no pensábamos armar la carpa. La idea era que después de que yo “tirase CVs” en un par de diarios al día siguiente, partiríamos a Purmamarca. Con la noche pegándonos cachetadas, teníamos dos opciones, o ir a un hostel y pagar $45, o “seguir de gira”. Nico y el Ruso se fueron al hostel. Barny, Tilín, Carillo y yo, decidimos por la opción 2. Como mucho pensábamos dormir un rato en la Terminal.
Al dueño del hostel en el que se hospedaron mis amigos “no le iba mal”, según sus palabras. Tener 5 hostel en una ciudad capitalina, vestir camisa Armani y que tu hijo se pasee en un Mercedes Benz está muuuuuuy lejos de “no irle mal”. No muy lejos (ahora sí) de donde este señor apocaba su condición, un hombre dormía en un recoveco de la calle abrazado a su fiel compañero cartón. ¿Cómo dirá él que le irá?
Son los síntomas típicos y característicos de una ciudad: unos lloran por no tener más y otros padecen en silencio sus carencias.
Volver a una ciudad cuando uno viene visitando pueblos es todo un golpe. En las urbes la gente no levanta la cabeza buscando el saludo, es más, cuando la gran mayoría te mira, con el peso de su mirada te hacen sentir visitante enseguidita nomás. “Porteños culo-rotos”, nos saludan desde un coche. Un grupo de adolescentes me cargan por la cachucha que cubre mi cabeza y me comparan con el Chavo del 8.
Algo que realmente sorprende en Salta es la gran presencia de las fuerzas represivas del Estado. Un agente de calle de Gendarmería custodiaba la puerta del bingo de la peatonal, dos policías vestidos de traje militar azul nos siguieron hasta que frenamos en una casa de comida, otros dos policías, vestidos con uniforme tradicional, bajaron de una camioneta y se llevan su paquetito de la casa de comida rápida.
Nos sentamos en una plaza a descansar y a comer algo. Luego la digerimos jocosamente. Un monumento en el medio reivindicaba y saludaba al presidente de la época Julio A. Roca. Al frente de la plaza el hotel más lujoso de la ciudad, el Alejandro Magno I, se impone. En el otro frente la unidad de la policía local también, no de la manera que lo hace el hotel, pero se impone.
Con la risa dibujada, caminamos por la calle Balcarce hacia las dos cuadras de los barcitos y boliches. Entramos a un bar en el que sonaba rock Chicas lindas -locales la mayoría- bien vestidas, “chicos fachas” –locales la mayoría- bien vestidos también. Nosotros, visitantes y mal vestidos –la mayoría-. Mucho rock and roll pero poca onda. Aburridos y mirándonos las caras de sueño y cansancio decidimos ir a otro lado.
En el interior del bar “El Cairo” tres mocosas de bellas facciones bailaban arriba de la barra. Entramos. Había joda, estaba divertido adentro. El alcohol, el jolgorio y las risas estaban presentes. Una persona que había visto una sola vez en mi vida hacía 3 años me saludó. Nos reencontramos. Eramos dos perfectos desconocidos que nos abrazábamos como si nos conociéramos de toda la vida. Una sola noche habíamos charlado y ahí estábamos abrazándonos con Eliana. Esas locuras que provoca el Norte.
Barny se ganó a una de las chicas que movían el culo arriba de la barra. La besó, la arrinconó y, por momentos, parecía que se la iba a comer como un caníbal. Ella y sus 2 amigas eran de barrio Norte, “de la cole”. Una morena de rasgos indios también quería besar los labios de mi amigo rubio de ojos claros. Y así lo hizo. “Mi amiga es una diosa, ¿cómo te vas a tranzar a esa boliviana?”, le reclamó una de las amigas de la primera en besar a Barny. Era una pobre pendeja caprichosa, nena de papi con plata, racista y superficial que sólo puede ver con los ojos. Este también era un típico síntoma urbano, pero esta vez era el de un porteño que cruza la Gral. Paz y se cree superior.
“¡Porteña sos, mereces morir!”, se despachó un salteño contra nuestra compa Carillo. Era un borracho salteño que no había entablado conversación profunda con ella, pero es probable que haya conversado con una tarada racista como la anterior y piense que todos los que nacimos en CBA somos iguales. Un pelotudo, pero bueno, los hay en todos lados.
Después de una divertida noche, volvimos caminando las 25 cuadras que había hasta la Terminal. Era lunes por la mañana, día laboral. En las primeras horas de la mañana parecía que los únicos que madrugaban eran los policías. Caminando, en moto, en coche, en bondi y hasta en bici pasaban. Todos vestidos de azules. Todos nos miraban fijo a los ojos. Todos (todos) los que vimos eran bien (bien) morochos, en comparación con el promedio de la población.
Fue una de esas noches que no queríamos que se termine. Cuatro mochileros caminábamos por el centro de una ciudad -muy lejos de la nuestra- contentos y jocosos producto de unas cuantas copas puestas.
Los segundos que madrugaron para trabajar fueron los barredores de calle y los barrenderos de las tres plazas por las que pasamos. Estos últimos barrían los pasillos con hojas de palmeras o algo así. Fue también uno de estos el que intentó correr a un perro de la plaza, y el cuadrúpedo de 30 cm. de altura en busca de contención se vino con nosotros.
Cuadra a cuadra se nos sumaba otro perro. Al cabo de unos minutos los había de todos los colores, tamaños y edades. “Falta uno y son los once de Atlanta” decía Barny con intención de molestar al Ruso que estaba destrozando la cama del hostel. Barny, el que más incentivado estaba, era el que separaba a los perros que se peleaban, el que castigaba al que no obedecía… el padre, podríamos decir. El entraba a una panadería y los perros tras él, él entraba a un supermercado y la jauría también tras él.
El reloj marcaba las 7.30 cuando arribamos con pleno sol a la Terminal de ómnibus. “¡Qué familia numerosa son!”, se burlaba y reía un hombre moreno con una pelota de coca que sobresalía en su maxilar izquierdo. Un muchacho joven de zapatos, pantalón azul y camisa blanca de mangas cortas se acercó hacia nosotros. “Acá no se puede entrar con perros”, dijo con tono sobrador. Como él sabía muy bien que no eran nuestros, le seguimos la corriente. “Pero son mis perros, me siguieron, los domestiqué…”, respondí con tono pedante. La situación era la siguiente: nosotros cuatros semi-ebrios tirados en el piso con nuestras mochilas, tres latas vacías de Quilmes yaciendo a nuestro lado, una bolsa de biscochos y diez perros callejeros durmiendo alrededor de todo esto.
A las patadas los echó. Con dos bastaron para que todos huyeran corriendo. Por como me miraba estoy seguro de que tenía muchas ganas de dármelas a mi. No hubo otra agresión porque un tercero le gritó: “¡Pará animal!”. Así fue que los perros se fueron y el animal (el de camisa) desapareció.
Le di la oportunidad a Salta de brindarle unas horas más, pero es una ciudad… con toda esa locura que ella implica.
Hace 2 años, la última vez que había estado allí, no llegué a estar ni 4 horas en ese lugar. Aquella vez había llegado un día laboral y después de tragar humo de los colectivos, transpirar como no lo había hecho en todo el viaje, y de haber llegado hacía dos horas, salí a la ruta a “hacer dedo” para Jujuy. Esta vez pensaba darle una oportunidad de unas horas más a Salta capital, junto con mis compañeros de viaje nos quedamos unas horas más.
Eran las 2330 cuando arribamos a la Terminal, y no pensábamos armar la carpa. La idea era que después de que yo “tirase CVs” en un par de diarios al día siguiente, partiríamos a Purmamarca. Con la noche pegándonos cachetadas, teníamos dos opciones, o ir a un hostel y pagar $45, o “seguir de gira”. Nico y el Ruso se fueron al hostel. Barny, Tilín, Carillo y yo, decidimos por la opción 2. Como mucho pensábamos dormir un rato en la Terminal.
Al dueño del hostel en el que se hospedaron mis amigos “no le iba mal”, según sus palabras. Tener 5 hostel en una ciudad capitalina, vestir camisa Armani y que tu hijo se pasee en un Mercedes Benz está muuuuuuy lejos de “no irle mal”. No muy lejos (ahora sí) de donde este señor apocaba su condición, un hombre dormía en un recoveco de la calle abrazado a su fiel compañero cartón. ¿Cómo dirá él que le irá?
Son los síntomas típicos y característicos de una ciudad: unos lloran por no tener más y otros padecen en silencio sus carencias.
Volver a una ciudad cuando uno viene visitando pueblos es todo un golpe. En las urbes la gente no levanta la cabeza buscando el saludo, es más, cuando la gran mayoría te mira, con el peso de su mirada te hacen sentir visitante enseguidita nomás. “Porteños culo-rotos”, nos saludan desde un coche. Un grupo de adolescentes me cargan por la cachucha que cubre mi cabeza y me comparan con el Chavo del 8.
Algo que realmente sorprende en Salta es la gran presencia de las fuerzas represivas del Estado. Un agente de calle de Gendarmería custodiaba la puerta del bingo de la peatonal, dos policías vestidos de traje militar azul nos siguieron hasta que frenamos en una casa de comida, otros dos policías, vestidos con uniforme tradicional, bajaron de una camioneta y se llevan su paquetito de la casa de comida rápida.
Nos sentamos en una plaza a descansar y a comer algo. Luego la digerimos jocosamente. Un monumento en el medio reivindicaba y saludaba al presidente de la época Julio A. Roca. Al frente de la plaza el hotel más lujoso de la ciudad, el Alejandro Magno I, se impone. En el otro frente la unidad de la policía local también, no de la manera que lo hace el hotel, pero se impone.
Con la risa dibujada, caminamos por la calle Balcarce hacia las dos cuadras de los barcitos y boliches. Entramos a un bar en el que sonaba rock Chicas lindas -locales la mayoría- bien vestidas, “chicos fachas” –locales la mayoría- bien vestidos también. Nosotros, visitantes y mal vestidos –la mayoría-. Mucho rock and roll pero poca onda. Aburridos y mirándonos las caras de sueño y cansancio decidimos ir a otro lado.
En el interior del bar “El Cairo” tres mocosas de bellas facciones bailaban arriba de la barra. Entramos. Había joda, estaba divertido adentro. El alcohol, el jolgorio y las risas estaban presentes. Una persona que había visto una sola vez en mi vida hacía 3 años me saludó. Nos reencontramos. Eramos dos perfectos desconocidos que nos abrazábamos como si nos conociéramos de toda la vida. Una sola noche habíamos charlado y ahí estábamos abrazándonos con Eliana. Esas locuras que provoca el Norte.
Barny se ganó a una de las chicas que movían el culo arriba de la barra. La besó, la arrinconó y, por momentos, parecía que se la iba a comer como un caníbal. Ella y sus 2 amigas eran de barrio Norte, “de la cole”. Una morena de rasgos indios también quería besar los labios de mi amigo rubio de ojos claros. Y así lo hizo. “Mi amiga es una diosa, ¿cómo te vas a tranzar a esa boliviana?”, le reclamó una de las amigas de la primera en besar a Barny. Era una pobre pendeja caprichosa, nena de papi con plata, racista y superficial que sólo puede ver con los ojos. Este también era un típico síntoma urbano, pero esta vez era el de un porteño que cruza la Gral. Paz y se cree superior.
“¡Porteña sos, mereces morir!”, se despachó un salteño contra nuestra compa Carillo. Era un borracho salteño que no había entablado conversación profunda con ella, pero es probable que haya conversado con una tarada racista como la anterior y piense que todos los que nacimos en CBA somos iguales. Un pelotudo, pero bueno, los hay en todos lados.
Después de una divertida noche, volvimos caminando las 25 cuadras que había hasta la Terminal. Era lunes por la mañana, día laboral. En las primeras horas de la mañana parecía que los únicos que madrugaban eran los policías. Caminando, en moto, en coche, en bondi y hasta en bici pasaban. Todos vestidos de azules. Todos nos miraban fijo a los ojos. Todos (todos) los que vimos eran bien (bien) morochos, en comparación con el promedio de la población.
Fue una de esas noches que no queríamos que se termine. Cuatro mochileros caminábamos por el centro de una ciudad -muy lejos de la nuestra- contentos y jocosos producto de unas cuantas copas puestas.
Los segundos que madrugaron para trabajar fueron los barredores de calle y los barrenderos de las tres plazas por las que pasamos. Estos últimos barrían los pasillos con hojas de palmeras o algo así. Fue también uno de estos el que intentó correr a un perro de la plaza, y el cuadrúpedo de 30 cm. de altura en busca de contención se vino con nosotros.
Cuadra a cuadra se nos sumaba otro perro. Al cabo de unos minutos los había de todos los colores, tamaños y edades. “Falta uno y son los once de Atlanta” decía Barny con intención de molestar al Ruso que estaba destrozando la cama del hostel. Barny, el que más incentivado estaba, era el que separaba a los perros que se peleaban, el que castigaba al que no obedecía… el padre, podríamos decir. El entraba a una panadería y los perros tras él, él entraba a un supermercado y la jauría también tras él.
El reloj marcaba las 7.30 cuando arribamos con pleno sol a la Terminal de ómnibus. “¡Qué familia numerosa son!”, se burlaba y reía un hombre moreno con una pelota de coca que sobresalía en su maxilar izquierdo. Un muchacho joven de zapatos, pantalón azul y camisa blanca de mangas cortas se acercó hacia nosotros. “Acá no se puede entrar con perros”, dijo con tono sobrador. Como él sabía muy bien que no eran nuestros, le seguimos la corriente. “Pero son mis perros, me siguieron, los domestiqué…”, respondí con tono pedante. La situación era la siguiente: nosotros cuatros semi-ebrios tirados en el piso con nuestras mochilas, tres latas vacías de Quilmes yaciendo a nuestro lado, una bolsa de biscochos y diez perros callejeros durmiendo alrededor de todo esto.
A las patadas los echó. Con dos bastaron para que todos huyeran corriendo. Por como me miraba estoy seguro de que tenía muchas ganas de dármelas a mi. No hubo otra agresión porque un tercero le gritó: “¡Pará animal!”. Así fue que los perros se fueron y el animal (el de camisa) desapareció.
Le di la oportunidad a Salta de brindarle unas horas más, pero es una ciudad… con toda esa locura que ella implica.
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