El 24 de diciembre es una fecha, la cual para algunos es una experiencia religiosa y para otros un día más del año. Si para mí había dejado de ser un día emblemático, éste, después de un día cansador de trabajo en una juguetería, lo era mucho menos. Lo único que me importaba era llegar a Fiorito a lo de mi tío Osvaldo que había cocinado un lechón que llegado el momento devoré primero y degusté luego. Pero ese momento se haría esperar.
Dos horas después de lo acordado a la dueña del comercio se le ocurrió cerrar las puertas. No sólo no se conformó poniendo las rejas a las ocho sino que luego nos llevó a todos sus empleados a “hacer un brindis rápido y simbólico” en una heladería de al lado. ¿Para qué? Si ella es judía. No era cuestión de religión sino de clase: tenía que demostrar ante su vecino burgués que sus empleados brindaban por su progreso.
Tarde llegué a mi casa. Mi hermano no me puteó tanto como esperaba. Ducha rápida, pilcha medio máscara y fuera de casa a patear, como buen laburante, las veredas de esta metrópoli. El 44 no tardó tanto. Nueve y media estábamos en Pompeya. No era tan mal horario; después de todo, en un día normal, el 179 cartel 1 nos llevaba en 35 minutos. Pero lo que para mí era un día normal, no lo era para los que manejan muchas cosas de esta ciudad.
Un colectivero de origen paraguayo esperaba el 70 en la misma parada que nosotros. Con una lata de Quilmes en la mano nos decía que había dejado de ser alcohólico y que esta sociedad estaba podrida por la droga. “Hace mal”, decía con voz de abuelo consejero. Antes de que el verde 70 lo trague para llevarlo a nosédonde los labios de mi hermano escupieron una respuesta a su consejo: “La droga, el alcohol hacen mal, pero peor hace no pensar”.
La hora pasaba y el 179 no daba rastros de vida. Mi celular había quedado bajo los pisotones de las 50mil personas que en San Pedro vieron tocar a La Renga unos días atrás y mi hermano tampoco posee ese aparato que hoy resulta casi imprescindible; y mucho más si es 24 de diciembre a las diez de la noche en un barrio bajo como Pompeya. El primer teléfono público que ubicamos no funcionaba, el segundo, sólo con tarjetas (¿todavía se venden de esas?), recién el tercero nos pudo comunicar con nuestra madre para avisarle que llegaríamos más tarde.
Así como pasaban los minutos, pasaban los personajes que se transformaban en protagonistas de nuestra nochebuena: un señor de rasgos indígenas ebrio trastabillándose con las baldosas rotas de la vereda y rebotando constantemente contra la pared que hacía de sostén para que no cayera; un desangelado (linyera dirían muchos) que sin dirección marchaba por la Avenida Saenz con su único botín que era una bolsa con vaya uno a saber que tesoro dentro; otros dos jóvenes pidiendo fuego para “fumar lata” sorprendidos de que no nos espantásemos de su terrible condena; y así otros.
Los Redondos, Arbolito, La Renga y Sumo sonaban en el mp3, el cual nos turnábamos para escuchar. Eso y la tranquilidad de sentir a esta fiesta capitalista como un día más, no nos hizo perder la calma.
En eso decidimos ir en busca de otra alternativa que no sea el 179. Ya no importaba cual sea. Los taxis no querían ir a provincia, y mucho menos a Fiorito donde la pobreza es cotidiana. Hoy en día para la clase media pobre es sinónimo de peligro.
Dos uniformados azules hacían nada en la puerta de un kiosco mientras otro joven de veintipico de años, vestido con joggins de algodón y remera pintada por las veredas del sur porteño pasaba por el medio de Saenz al trote, gritando y agitando sus manos: “Gato, a mí no me vas a bardear.” Tras él, un hombre que rondaba los cuarenta, con el rostro rígido como un mármol, lo perseguía a ritmo lento pero con la seguridad y firmeza de que en algún momento lo alcanzaría. Pasaron una, dos y tres veces en círculo por delante de la policía. Ninguno de los “ejecutores de la ley” hizo nada hasta que se dieron cuenta de que todos los que esperábamos un bondi los estábamos mirando. Ahí uno se acercó al que gritaba y con macana en mano le dijo: “Dejá de hacer quilombo! Tomatela!” El perseguidor ni se inmutó ante los blue, y cuando le preguntaron si se conocían afirmó con un movimiento de cabeza. ¿Para qué averiguar más? ¿Qué más les daba a ellos? No había peligro de que la propiedad de nadie sea afectada. Ellos están “al servicio de la comunidad”, y estas dos personas hace rato parecían estar lejos de esa comunidad a la que la policía y el Estado defienden.
Antes de darnos cuenta estábamos arriba del 177. Por lo menos cruzaba el Riachuelo -que imagino alguna vez tuvo otro nombre menos despectivo- y nos acercaba unas 30 cuadras, aunque faltaba ver cómo haríamos para hacer las otras 40 cuando faltaban 45 minutos para que mucha gente choque sus copas y brinde por el nacimiento de Jesús, por la llegada de Papá Noel, o simplemente lo haga sin saber por qué, pero lo haga al fin.
La avenida San Martín del partido de Lanús era un desierto suburbano. Con el hambre haciendo ruido en nuestras panzas nos pusimos a caminar. A la cuadra, dos muchachos con vaso en mano en la puerta de una de las casas lindantes con la avenida, nos informaban que no había ningún teléfono cerca. Después de trescientos metros caminados decidimos confiar en la solidaridad de la gente y pusimos nuestros dedos gordos a disposición de algún coche del sur bonaerense “que nos dé un tirón”. Por varias cuadras nuestros pulgares padecieron la ignorancia de algunos conductores y varias caras de “si viviera en otro lado te llevo dedo”.
Por un momento pensamos que la única forma de llegar sería a pie… pero apareció él. Si hubo un Mesías esa noche fue Oscar.
Un colectivo se divisaba a lo lejos. Exagerando, dijimos: “estamos salvados”. Esas esperanzas se derrumbaron al darnos cuenta que tenía las luces apagadas, que estaba fuera de servicio y que era el 102. ¿Qué hacía un 102 en Lanús? Como queríamos sacarnos esa duda pusimos el dedo, seguido de una súplica y la masa de hierro frenó.
“Chicos: yo voy por esta derecho, si quieren los llevo” sugirió. Arriba! Oscar maneja el interno 46, pero esa noche tripulaba el cientonosécuanto. Su cuñada que era la que lo pasaría a buscar cerca de las diez por la terminal de La Boca del 102, pero ella estaba en la comisaría haciendo una denuncia porque su marido le hinchó un ojo de un derechazo. Como le había tocado guardia por la madrugada de navidad tenía que regresar a las 2 de la madrugada para volver a trabajar (mientras –seguro- el dueño de la empresa se tomaba un llampú con su familia), por lo tanto pidió el interno cientonomeacuerdo para ir a Caraza a brindar con sus pares.
Era increíble que nuestro arribo a la casa del tío se decidiera por una piña en un ojo seguida de un acto solidario. Aunque pensándolo bien no lo era tanto: bajo estas circunstancias de vida, a un proletario sólo lo puede ayudar otro proletario.
Y ese momento al fin llegó. Doce menos diez llegamos a Fiorito. El chanchito estaba divino. Devoré primero, degusté después. Salute!
domingo, 4 de enero de 2009
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